No recuerdo la fecha; pero, estoy casi seguro que fue un miércoles de 1986 ó 1987 (ya rondaba los 11 años de edad), cuando mi mamá le pidió que me llevara a la iglesia, donde participaría en la reunión semanal de los “Exploradores del Rey”, de El Cenáculo.

La costumbre era que me llevaba a la iglesia, y me retornaba a la casa; sin embargo, ese día me dijo: ya estás grande, ya estás en edad de moverte solo. ¿Recordas cuál es la ruta? ¿Sabes cuáles son los buses que debes tomar? ¿Te acordás cómo llegar a las paradas de buses? Y así fue mi primera vez… Solo en un bus…

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No puedo imaginar cómo se sintió mi mamá al enterarse que esa noche anduve por la ciudad, solitario en bus (en un bus de la ruta “Divanna-Alameda”, y luego en uno de “Santa Fé-Miraflores”).

En esos días, no había celulares…

Probablemente, una angustia similar o peor ha vivido mi hija -recientemente-, ya que (por circunstancias de la vida), ha tenido que viajar en buses y taxis colectivos.

Ella no se queja, ni dice nada; sin embargo, he podido ver -en sus ojitos bellos- la preocupación por viajar en esas unidades que frecuentemente son asaltadas, y que se mueven por la ciudad sin ningún tipo de vigilancia, a pesar de que a diario se reportan crímenes.

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Por supuesto, algunos no nos preocupamos, ni le prestamos atención a ese tipo de cosas, pues llevamos ocupada la mente en otros temas, o por la simple costumbre de utilizar esos medios de transporte.

Lo cierto, es que la colectividad le hace bien a la economía familiar, y en consecuencia al país, siempre que (tal como ocurre en otros lares) se garantice -por lo menos- seguridad.

Ella ha reconfirmado dos enseñanzas: “Usted no nació en carro. Si no hay carro, se mueve como puede”; y la segunda: “Dios cuida de usted. Encomiéndese al salir y dé gracias al regresar”.

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